Cuantas noches en vela por ese hijo con fiebre. O cuantas noches sin dormir por ese “problema” de trabajo. Cuantas noches de insomnio por ese disgusto con nuestra madre que no te lo quitas de la cabeza. O cuantas horas de lectura a altas horas de la madrugada por esa novela que nos atrapa. Y cuantas noches dedicadas a las caricias con mi pareja, a la magia de ese amor que nos trasporta a una dimensión donde somos capaces de ser uno solo.
A lo largo de los años de matrimonio las cosas cambian, la edad, los niños, las horas de trabajo, la suegra, el dinero, la manera de amarnos, incluso las horas de sueño. Pero hay cosas que permanecen. Como son, esas horas que nos quitamos para velar a un hijo enfermo. Como son, esas idas y venidas en la cama esperando la llegada de nuestro hijo de 17 años. O como son, esas horas dedicadas al trabajo. Pero un día -sin saber muy bien porqué- suprimimos esas horas entregadas al amor de nuestra alcoba. Dejamos esas caricias que nos hacen femeninas. Abandonamos esos besos que nos hacen sentirnos deseados. Anulamos ese amor que nos hace pareja.
Un día nos olvidamos de ello y empezamos a usar las noches para dormir. Las hemos entregado al cansancio. A la pereza y a veces a la indiferencia. Nos olvidamos de una parte que nos hace ser mujer. Que nos hace ser esposo. Que nos hace ser amantes. Llega un día en el que las horas robadas se las devolvemos a la noche sin condiciones. Sin saber que hasta eso, puede tener un precio. El precio de la distancia.
La distancia que se gesta a base de olvidarnos de nosotros es una distancia que, si no hacemos nada, echa raíces. Unas raíces que crecen bajo tierra, bajo ese manto de silencio que se ha formado en Sigue leyendo